jueves, 23 de junio de 2011

Y ahora, ¿quién cargará a Nachito?



De regreso a mi santuario, porque es una bendición regresar a casa  me cautivó un hecho peculiar.
La vista –que mantenía focalizada en la cuadra anterior y donde se realizaban obras, qué digo necesarias, vitales- de bacheo,  y que por fin fueron concluidas, luego de años de quejas y miles de suspensiones afectadas-  ahora buscaba un horizonte más prometedor, y fue así como las niñas de mis ojos, encontraron a sus “tocayas” a un par de jovencitas que no pasaban de los 12 años   y que cargaban pesadamente  en sus manos un preciadísimo botín.
A lo lejos, porque  mi auto cerca no estaba, alcancé a divisar, que entre sus pequeñas manos algo se mecía, algo con peso que hacía arquear sus delicadas espaldas de por sí agobiadas por el peso de las mochilas,  ¿ una sandía?  Trataba mi mente de esclarecer la confusión causada por un punzante hueco en el estómago llamado hambre, ¿una canasta de pan? Qué era eso? Mi cerebro confuso entre el claxon de los camiones, el estéreo a todo volumen de la farmacia del doctor bailarín y botijón de blanco y   el melódico canto a gritos de mi preescolar,  no ayudaban a mi disertación.
De pronto, como si cobrara vida o el pan o la sandía, comenzó a mecerse ese delicado botín, lo que por fin me hizo ver las cosas tal y como eran. Se trataba de un pequeñito, no más de un año que era cariñosa, aunque pesadamente cargado por sus hermanitas, su madre, que a juzgar por su edad, igual parecía ser la primogénita de ellas, a paso rápido avanzaba en medio del bullicio citadino. ¡Apúrense mijas, no se les vaya a caer, se le revienta la cabeza! Bueno, finalmente no era una fruta, pero efectivamente, si se cae se rompe, como advierten los letreros en las cristalerías, ¡ y lo tiene qué pagar!
Probablemente, tras una sagaz reflexión, las parvulitas replicaron: ¡Pero mami, si está bien pesado Nachito, ya no le des tantos cuernitos! Los cuernitos se los voy a poner pero yo, si me tiran a ese chamaco, ¡ándenles, apúrenle! Mientras las niñas no hayaban si abandonar sus mochilas o de plano, ofrecer a Nachito al mejor postor, que en este caso era el bolero que melancólicamente observaba el cuadro real.
De una a otra, de la mayor a la menor, y finalmente de ésta a la madre, Nachito fue conociendo el distinto andar, y como todo queda entre familia, la encargada oficial de proveer seguridad, cariño y alimento a Nachito, finalmente asumió su responsabilidad. Con enorme amor, lo obligó a dar pasos, uno, dos tres, síguele mijo, ya casi me alcanzas. Nachito extendía los brazos, como pidiendo por fin que alguien se hiciera cargo –para siempre- de su pequeña existencia.
Y como después del rojo el verde no se hace esperar, tuve que seguir mi marcha, como forzada también lo fue la caminata de esos cuatro seres humanos que retrataron a la perfección una realidad cotidiana, tan común como insólita, que se repite y que, paradójicamente, está cada vez más difícil de ser apreciada: la gran responsabilidad de ser madre, y lo que esas cinco letras encierran, cual acróstico mujer,  alimento, dirección, responsabilidad y eterno amor.

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